El fin de la historia (en términos de generalidades) no es una idea que se le pueda atribuir únicamente a Hegel en adelante, sino que también podemos rastrear sus antecedentes hasta la patrística medieval con San Agustín (Barros, 2013: 101). Sin embargo, este fin de la historia era religioso y por antonomasia final de todo lo existente, del mundo terrenal tal como lo conocemos, es decir, el día del juicio final. En cambio, desde Hegel, pasando por Marx, hasta Fukuyama (y ya en términos de especificidades), es claro que el fin de la historia no tiene como correlato una teleología escatológica, sino una teleología ideológica, un horizonte final como único marco de referencia posible para la construcción de ideas políticas, que por el mismo contexto en el que se generan, no pueden pretender ser distintas sino funcionales al marco, bajo peligro de ser desestimadas, destinadas al ostracismo ideológico o en el peor de los casos, proscritas.
Dentro de las especificidades denotadas, se le atribuye a Hegel en su diversidad de obras (Fenomenología del Espíritu, Filosofía del Derecho, Lecciones para la Filosofía de la Historia, Lecciones sobre la Historia de la Filosofía), el haber desarrollado (de manera a veces inferencial o manifiesta) el concepto de fin de la historia como ese agotamiento progresivo de las posibilidades de desarrollo del espíritu, entendiendo a este último no como energía mágico etérica, sino como fuerza de la razón humana. En ese sentido:
«Para algunos, el concepto de espíritu en Hegel es similar al concepto de Dios, un Dios panteísta, material y espiritual; pero no es así. Hegel se refiere al espíritu como razón y no como a la fuerza sobrenatural de las religiones antiguas y modernas; es el espíritu como fuerza que crea el hombre, la materia y la historia; es la racionalidad total y el desarrollo absoluto y es la perspectiva integral de lo humano y la sustancia de la historia» (Serrano Caldera, 1998; Barros, 2013: 106).
Para Hegel el fin de la historia se manifiesta de forma constante, tanto en la realidad fenoménica como en las ideas filosóficas que se generan de la primera como consecuencia de una labor reflexiva en torno a esta. Al respecto:
«…no es en el fin de la historia que el mundo se torna en racional… en el fin de la historia, la completa y total realización de la humanidad –el producto de la totalidad de la humanidad en la historia– es la libertad en si misma. La historia universal es la progresión de la concientización sobre la libertad – un progreso que debemos reconocer como necesario» (Hegel, 1837: 30-328).
Así también podemos identificar, como también lo hace Barros en su ensayo «El Fin de la Historia en Hegel y Marx» (2013), que la idea del fin de la historia en Hegel descansa sobre la historia de la filosofía. Es decir que, el espíritu (fuerza racional humana) lucha por alcanzar la libertad al precio que sea necesario construyendo a su vez marcos filosóficos racionales que posibilitan crear a su vez instituciones reales destinadas a dicho propósito, y que el desarrollo del espíritu comienza en Oriente y se completa en Occidente. Entonces aquí la pregunta es: ¿Qué significó para Hegel el fin de la historia? Pues no era otra cosa que el triunfo del pensamiento racional y sus instituciones. Así para Hegel, el Estado absoluto prusiano era el fin de la evolución histórico-política, o, dicho de otra forma, la mejor expresión de la identidad entre la realidad y la racionalidad.
Por otro lado, Marx, como sabemos, parte de la crítica al sistema hegeliano, pero no por ello se desembarazará de la idea del fin de la historia, del cual heredará su historicismo evolutivo a la hora de expresar el desarrollo de las fuerzas productivas en la historia, es decir, con un principio, un desarrollo derivado y un fin (Barbero Alzamora, 1993; Barros, 2013:107), sin embargo, este fin es un fin-inicio, porque es el fin del sistema capitalista, y el comienzo de la utopía comunista de la sociedad sin clases. Así el marxismo entendió el fin del capitalismo como el fin de la prehistoria de la humanidad y el comunismo como la gran culminación de la historia (Leguina 1990: 57-69; Barros, 2013: 108).
Como habíamos comentado líneas arriba, para Hegel la meta del proceso dialectico es la libertad o la concientización progresiva sobre la idea de la libertad. En ese sentido, lo particular y lo individual son sacrificados por la libertad (Barros, 2013: 108) para la realización total y plena del espíritu (razón). Mientras que para Hegel es la concientización sobre la idea de libertad, para Marx es la praxis social que coadyuve a una libertad real y no meramente formal, y esto es precisamente lo que brindaría la sociedad sin clases:
«Cuando Marx argumenta que ha invertido los términos de Hegel no quiere decir otra cosa, sino que el proceso dialéctico no tiene lugar en el nivel de las ideas sino en el de la realidad. Marx cree que el motor de la Historia son las clases. Negaba que la meta de la Historia se hubiera alcanzado en 1806 pero estaba próxima, y estaba convencido que bajo la dictadura del proletariado se lograría la sociedad sin clases» (Suárez, 1996: 181-202).
El fascismo mussoliano y el nacionalsocialismo hitlerista tampoco fueron ajenos a la idea del fin de la historia, el concepto de romanidad de Giovanni Gentile y el milenarismo germánico de Alfred Rosenberg son fieles hijos de aquella idea, en donde la revitalización del Imperio Romano, y el Reich de los Mil Años (Tausendjähriges Reich), respectivamente, son la clara manifestación de un fin de la historia en términos de teleología ideológica.
El liberalismo contemporáneo tampoco es ajeno a la idea del fin de la historia, y eso es más notorio en la obra de Francis Fukuyama, cuando en su ensayo intitulado «¿El fin de la historia?» precisaría lo siguiente ante el éxtasis que sufrieron los liberales en el contexto de la caída del muro de Berlín (1989) y la desintegración de la URSS (1991):
«Lo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano. Lo cual no significa que ya no habrá acontecimientos que puedan llenar las páginas de los resúmenes anuales de las relaciones internacionales en el Foreign Affairs, porque el liberalismo ha triunfado fundamentalmente en la esfera de las ideas y de la conciencia, y su victoria todavía es incompleta en el mundo real o material. Pero hay razones importantes para creer que éste es el ideal que "a la larga" se impondrá en el mundo material» (Fukuyama, 1988: 6-7).
Como colofón a la presente, diremos que ya sabemos en que han terminado todos los proyectos de fin de la historia, así que lo más propio seria hablar de la existencia de fines de la historia, reafirmando la naturaleza cíclica de los acontecimientos históricos humanos, ya que edades de oro para particulares visiones ideológicas siempre ha habido, seguidos de periodos de notoria decadencia. En 1991, en efecto, parecía el fin de la historia para los liberales, y es que esa es la naturaleza propia de los fines de la historia, que son contingentes, duran mientras su vigencia no es cuestionada. Y tal ha sido ese cuestionamiento que ha obligado a Fukuyama a retractarse diciendo que el socialismo no solo volvería, sino que debería volver (New Statesman, 2018), a ello se aúna la refutación constante por el ascenso de las potencias emergentes (Rusia y China) que ponen en duda a diario el fin de la historia liberal. El nuevo horizonte de posibilidades iliberales se nos presenta como enriquecedor.
Fuente: LIRA, Israel. «Columna de Opinión No. 232 del 06.08.2021». Diario La Verdad. Lima, Perú.
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